España arde, y no solo en llamas: arde en indignación, en impotencia y en hastío. Los incendios que arrasan nuestro campo no son solo fruto del fuego, sino de un sistema judicial y político blando, complaciente y amanerado, que protege más al delincuente que a la víctima.
La permisividad judicial, la falta de mano dura y la inoperancia política han creado un escenario grotesco, rozando el horror y el esperpento. Mientras los incendiarios disfrutan de leyes cada vez más suaves y de un sistema que casi premia sus delitos, el peso de la ley recae con dureza sobre el de siempre: el trabajador del campo, el campesino, el habitante del mundo rural. Él, que ya carga con una economía saqueada y una familia al límite, acaba soportando también el coste de la destrucción.
El resultado es tan cruel como evidente: no pagan quienes provocan el daño, sino quienes lo sufren. Patrimonios levantados con el esfuerzo de generaciones se consumen en minutos, devorados por el fuego y por la indiferencia política. Y la sensación que cala en la sociedad es cada vez más insoportable: en España siempre paga el mismo.
Los pueblos lo saben, y aunque la “ley del silencio” aún sobreviva, empieza a resquebrajarse. Todo se conoce, todo se comenta, y en demasiadas ocasiones se sabe perfectamente quién está detrás de los incendios. La paciencia del ciudadano normal se agota.
No se puede mantener un Estado garantista solo para el delincuente. Quien la haga, debe pagarla. Y lo que no puede seguir ocurriendo es que el ciudadano honrado, esquilmado y maltratado, cargue en soledad con el peso de tantas desdichas. Porque el fuego no solo arrasa montes: arrasa también la fe en una justicia que ya no hace justicia.
España no puede esperar más. El campo exige justicia real, castigo ejemplar para los culpables y respeto para quienes sostienen con su esfuerzo lo poco que aún queda en pie. Si el Estado no protege al ciudadano, el ciudadano dejará de creer en el Estado.
Felipe Vegue. Presidente de ARRECAL