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A Antonio Mata, ¡se te quiere, amigo!

Esa mirada aguileña provista de una perpetua cámara de fotos y bajo una frente que siempre humedecía por las prisas. Con peinado de drácula y brazos de luchador pesado. Barrigón para sostener un corazón grande y un alma pura enjaulada en las apariencias de los que quieren aparentar todo lo que realmente no quieren mostrar. El poeta Antonio Mata Huete. El escritor, el editor. El amigo manchego con arrobas de cariño y conversación. Las cervezas se nos quedaban pequeñas o quizás es que teníamos mucho que contarnos. Porque no teníamos que vernos para saber que ahí estábamos.

Has sido malo, me pilló tu adiós en la sabana africana, pero no por ello te ibas a librar de mi oración y de mi dolor. Lejos de mostrar tristeza eché un leño a la lumbre bajo aquel Baobab y me abrí otra cerveza mientras brindaba con la luna de Semana Santa por ese poeta cuyo cuchillo clavado en el corazón agitaba cada vez que quería hacer sangrar las venas de su pluma. Esas raíces que apresaban la carne de tus angustias y añoranzas, que hacían masa en el papiro al compás de una vela y unos dedos que escribían más lento que el apresurado galopar de ese alma enjaulada.

El escritor y poeta que no conoció un saludo cordial, pues daba abrazos. Fuerte y grande, con kilos de pasión y  de razón para derrotar la vida a golpe de prosa y de romance. Que los dedos que arrancan notas a un piano también pueden hacer sonar la música de las palabras, de esas que se condensan muy dentro, en lo más profundo del alma, y cuando salen del horno de nuestra entraña humean y hacen acalorar el entorno. Por eso querido Antonio siempre estabas sofocado sujetando el tranco del verso y la prosa para darle rienda cuando la soledad y el sosiego permitían que así fermentara.

No lloré. Pero no me hagas prometer que no lo haré. Aún recuerdo nuestro último abrazo sincero. No hay nada más vivo que un recuerdo. Allá a donde has ido nadie puede acompañarte. Al descanso de las cenizas tras el frenesí del fuego. Fuiste un buen amigo y en tus ojos había suficiente noche para creerlos.

M. J. “Polvorilla”