A mi compadre Lucio González, protagonista de esta preciosa historia.
Aquellas montañas llevan nueve milenios intactas. O nueve mil. Y otros tantos que le lleguen.
Sus gentes viven con ellas, ajenas al mundo exterior, importándoles nada lo que ocurra fuera. Porque Pakistán te recoge y no te suelta. Liberará tu cuerpo y tu persona, pero jamás te devolverá el corazón. Éste quedará allí, en alguna cueva, preservado por hielos y avalanchas. Por fríos extremos y cortados sempiternos. Escoltado por los habitantes de aquellas sierras, humanos o animales, que habitan en un lugar donde la batalla entre ellos, aunque respetada y reglada, no tiene fin. La guerra es necesaria para sobrevivir, porque de la caza se mantiene el entorno. El respeto se paga con respeto. Y allí los entes locales son los mejores gestores para administrar sus recursos. Ellos son jueces y parte, y deciden según su criterio y forma.
Aquello no está lejos. Es otro planeta. Un oasis de picos que rodean más picos y donde solo habitan los que no saben dónde habitar. Llegas de milagro, y necesitas otro milagro para regresar vivo a casa. Qué locura es esto de cazar, porque cuanto más lejos es, más complicado y más recóndito, más estás dispuesto a pagar, en euros y en disgustos. Y me encuentro sólo con un margen de melancolía porque allí, cuanto más cerca estaba de mi sueño, más vacía encontraba mi existencia al no saber de los míos.
Sueño con sus cuernos en media luna, con sus pitones curvos grabados de medrones. Con sus barbas poderosas y su gesto intolerante. El Ibex del Himalaya, el más bronco y tímido de los que campean por las crestas de la tierra.
Llegué tras todas las aventuras posibles. Colmado de sobresaltos. Pero Asia es así, caprichosa e improvisada. Siempre perpetua. Nunca igual. Pero esto no es como empieza, es cómo termina. Y la nieve cubre aquel valle donde los guías saben que están. Pero Asia es la moza más caprichosa del mundo. Porque te lo quita todo, hasta la esperanza. Y al final del viaje es ella, únicamente ella, quien decide cómo termina la fiesta.
La primera noche imaginas lances y locuras. Aprecias la suerte de estar tan lejos y echas de menos -cuánto de menos- el calor de tu hogar. Desde la tienda oigo maullar a un leopardo. Me imagino que está saludando, dando la bienvenida al peregrino. No dejo de ser responsable de mantener ese entorno, con mi presencia y mi aportación. Y es así. Le guste o le pese al de afuera. En pocas horas partimos. Estoy en manos de esos desconocidos. Y sé que morirían por protegerme. Así es Asia.
Vuelvo a mí, pues las horas de caminata por la nieve me han regresado al éxtasis del lance. Se alborotan. Han visto un gran trofeo, uno imponente, pero una hembra ha barruntado el peligro y huye con el resto para no volver jamás. Las distancias de locos son para los locos de verdad. Y aquello serpas me instan a hacer un disparo de más de medio kilómetro. La tecnología me lo permite, pero no la sensatez. Se han vuelto histéricos, es una oportunidad, ahora o nunca patrón… Centré lo que pude la cruz, contuve el aire… Y allí mandé las tres balas que me dictó la conciencia.
Has fallado patrón. La has cagado. Ibex vivo. Pero no tengo duda, es más, tengo la certeza de haberle dado. No por probabilidades, no por fe. Lo sé por experiencia. Ha encogido el lomo y ralentizado su carrera del grupo. Detenemos la cacería para buscarle. No hay rastro… Ha nevado y todo se ha perdido. Pero mi tozudez no es por haber errado. Es por saber que mi acierto quedará baldío. Y puedo jurar ante Dios que mi lance tuvo fortuna… Pero no resultado. Si no hay mata, no hay patata… Pero nadie me libera de mi mosqueo…
Siguió la cacería varios días más, cargados de dureza y esfuerzo. Obtuve otra oportunidad y logré mi trofeo ansiado para gozar de su tacto, que no es otro que el tacto del Asia eterna.
La última mañana pude recibir el amanecer desde la cueva donde dormimos y ver la figura de la Leoparda de las Nieves, muy cerca del lugar donde días atrás disparé a mi precioso íbice… La fotografié sabiéndome un privilegiado de los pocos que han admirado a la más fugaz y escondida de las criaturas.
Por la noche ya en el campamento salí de la tienda y de nuevo oí a mi compañera silenciosa… Maullando a lo lejos. Decían los propios del lugar que vivía por allí, era familiar oírla por las noches y ahora estaba llamando a su macho. Pero algo en mi interior me rezaba que aquella vieja hembra estaba dándome las gracias porque había encontrado mi íbice.
M.J “Polvorilla”