TodoMonteria

A Nacho de la Moneda.

Zaguero, siempre en retaguardia. Oscura tez que nunca existe, pero siempre espera. Camina sigiloso, cómplice de las luces, las aristas y las sombras. Pasa desapercibido porque su presencia no puede conocerse. Su misión es nítida y fugaz: capturar el gesto donde el contorno se aúna con el entorno.

Cazador de mil cazatas. Su mayor trofeo: el robo de una mirada sincera. Su mayor éxito: guardar en una caja metálica la más sublime pelea entre las hordas del día y las hienas de la noche.

Nos conocimos a caballo robándole horas de conversación a una amistad que debía haber comenzado diez vidas atrás. Y allí, abrigados por un bosque de hayas y robles, tras un par de cervezas en una venta inmunda, intercambiamos miserias y juramentos. Confesamos mil pecados en aquel trance y sólo fue testigo la cámara que con su mano derecha extiende un certificado de solemnidad a lo que solemne siempre es. Nunca un objetivo fue más discreto y prudente.

Conoció el amor y el odio pasó al sótano de los olvidos. Comprendió que lo grave es liviano cuando se mira con la perspectiva de los que han bebido de la pisada de una vaca. Condensó el jugo de sus amistades en una dosis pequeña que guarda en pocos frascos bien escondidos. Tiene la mirada blanca y limpia, con la certeza de haber vivido ya todo lo que la vida le pretenda ofrecer en una bandeja de sorpresas.

Galopamos por La Pampa y a orillas del Narym. Monteamos las agrias sierras de Extremadura, rezando y blasfemando con el corazón abrochado a la vida. También huelleamos el leopardo por el desierto del Namib, siguiendo un rastro tan improbable como marchito. Porque es el salvajismo lo que mueve nuestras almas. Y la búsqueda de la esencia lo que nos presentó y no perdemos licencia de volver a galopar por los sueños pasados y futuros. Los momentos presentes los devoramos a golpe de broma y lágrima, no es una mezcla imposible.

Siempre camina en último plano para captar el primero. Con el dedo en el gatillo para cazar el preciso instante donde el hombre se hace arena, el ocaso se hace música y la noche mágica africana, en el silencio de sus inmensidades, se hace eterna.

M. J. “Polvorilla”