A Antonio Romero Castaño. Fiel compañero de montaña.
Tenía una de esas huellas que no se olvidan; metía la mano izquierda un poco más de la cuenta por algún defecto, derrote de juventud o lesión. Era un pequeño detalle que habría pasado desapercibido para cualquier mortal, pero es que estuve estudiando sus pasos durante un día entero con tanta atención que estaba dispuesto a exprimir cada detalle para no dejar nada al libre albedrío que llevan siempre la suerte y la desdicha.
Entraba a deshora, como a deshora siempre aparecen los que desaparecidos creíamos. Y es que la edad le dio la prudencia que carece en los jóvenes que todo lo saben. Había matado a dos osos jóvenes el invierno pasado. No se andaba con milongas. Decían los lugareños que a finales del invierno pasado lo vieron con un becerro en la boca junto al pueblo. Los fríos y las hambrunas le llevaron al descaro de la necesidad extrema. Y con dos postas en las costillas huyó a los bosques eternos de perpetua soledad.
Los inviernos son silenciosos. Los árboles están raquíticos por la ausencia de hoja. Por ello los pájaros no alborotan el entorno donde todo se mece mohíno y taimado. Ahora estamos en los arranques de primavera, donde asoman las yemas de los hayedos y robledales, alargan los días y el sol llega a la tierra sedienta de calor. La falta de follaje hace que penetre bien la luz y, con ella, la vida de esa alfombra inerte que comienza a verdear y a mullir los pasos de sus habitantes.
Estoy resguarido en mi escondite. Tenemos el cebo preparado y es zona de paso de más animales. Los Alpes dináricos, a pocos kilómetros del Mediterráneo. Unos montes bellos y bravíos, testigo de guerras y parturientos de muchos relatos que hielan la sangre. Vamos tras él. Tras las huellas del oso pardo, pero en mi cabeza están sus huellas y su historia. No por grande, sino por insolente. Debe ser uno de esos tímidos que cuando echan la pata al frente, sorprenden y escayolan el alma. Aún recuerdo el testimonio del granjero que contaba con estupor cómo hacía pocos meses sufrió la pérdida de su novilla muerta a zarpazos y mordiscos de una soberbia bestia que, además, mató a uno de sus perros careas y plantó cara a pastores y aldeanos. Son tímidos hasta que el hambre les agarra de las tripas. Y tranquilos hasta que la fiereza se despereza en sus entrañas. Así es la naturaleza en sí; hermosa, joven, delicada y luminosa, hasta que en un baile con el viento y con la lluvia se puede convertir en la más tenebrosa y malvada de las rameras.
Es de noche por todo el mundo. Han entrado ya varios osos, de menor a mayor, todos en solitario. El comportamiento es el mismo: entran despacio, comen, barruntan peligro y salen pitando. Y entra otro mayor… Además acude un buen cochino a regocijarse entre los maíces. El oso y el marrano se guardan la distancia. Comen cada uno en su esquina. De pronto, el marrano también huye. Algo viene. Entran dos lobos rastreros, sigilosos como la noche, a dar buena cuenta de una oveja pestilente… Un lince camina por la linde del hayedo y el prado. Creo que he muerto y estoy en el paraíso.
Todos se esfuman al unísono. Es más de media noche. Silencio total. Avanza el califa de aquellos bosques. Entra al ruedo, mirando a ambos lados, imponente. Noto la leve cojera de la mano izquierda. No hay duda. Llevábamos una vida entera sin buscarnos, pero sabíamos que caminábamos para encontrarnos. Qué imagen tan tremenda.
Se puede amar con besos, con abrazos… y se puede matar de amor. Teníamos que dejar algo nuestro allí porque, sin duda, algo de allí se vendría con nosotros. Tiene un postazo en la paleta izquierda, lo saqué cuando lo desollamos. Garras fuertes, romas y viejas. Tuerto de un ojo y más de trescientos kilos de puro músculo.
El oso. El imponente oso pardo. El amanecer me sorprendió acariciándolo. Un urogallo pasó sobre nosotros silencioso y fugaz, se posó en el hayedo a pocos metros, miró con sus ojos de carmín y, tras un vistazo rápido, continuó su camino. Creo que fue su despedida.
‘El califa del hayedo’, de M. J. Polvorilla