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Cuentan por estas sierras que con los hielos se apretaban los marranos a lo sucio, a donde las umbrías eran más impenetrables. En esas marañas no entraba el sol, pero tampoco el cierzo. Porque lo que adormece y entumece son las brisas gélidas de un cielo raso de noche calma. Ahí es donde se posa el halo del frío y amarra los huesos contra las carnes. Además, la bellota tiene dispersa a la caza. Por ello, tras una noche de ronda y últimos cortejos tras el celo, los marranos se acaman donde más tupida es la foresta.

Cuentan los viejos que no ha mucho, o quizá sí, por las cuerdas del Cíjara soltaron al medio día cuatro colleras de alanos y tres más de buscas guiados por su perrero que dirigía la contienda a lomos de un tremendo caballo de carga. La noche de antes se arrimó a las orillas de la casa del tío Lucio que engrasaba su paralela de perrillos del 16 dispuesta a salir al reclamo de algún perdigón que ya comienzan las ansias de amores. Se sumó a la leve conversación un puñado de vecinos, unos olivareros que ya habían terminado de vendimiar la aceituna y otros carboneros que tenían candentes y terminados sus carboneras de oro negro. Además, algún alimañero que tras buena cosecha de pieles andaba un poco más azaroso de la cuenta. Mañana dice el relente que vendrá claro del medio adelante, porque en este tiempo la neblina se agarra a las orillas de los ríos y hasta que no caliente el astro rey no se diluye la bruma. Antes de ser de día andaba la taberna del Casca con más bullicio de la cuenta. En el monte todo se sabe y más vecinos querían unirse a dar un zapeo porque las despensas andaban en cuaresma. Aún no le han metido mano a la buena piara de cebones que cada vecino guarda en su trasera, las escarchas secas están por venir, pero el tiempo debe estar enjuto para que cuaje bien el chorizo y la sangre. Los tiempos de aguas son malos para la matanza. El caso es que la cuadrilla se ha juntado para soltar en cuanto escampe, a res batida, para llenar las fresqueras de las chozas… Pocas palabras hacen falta para los que pocas palabras usan. Había buen rastro en las solanas, pero eran hozadas de retirada. En este tiempo, ya lo decía el tío Lucio, la caza se amaga en la umbría, donde el cierzo no castiga. En invierno y en verano, allá huye el marrano.

No muy lejos de allí, o quizá sí, en unas crestas al sotavento, un grupo de cabreros han sacado sus espingardas a lucir para intentar hacer lo propio. Los fríos invitan al hombre a depredar. Los hielos tensan los músculos y avivan el hambre. La sierra tiene su cosecha de carne y la van a segar. Han juntado los careas y hasta a los mastines que visten carlancas les han dado larga. Junto con un par de mulas han dado aviso a los mesegueros de las besanas para, entre todos, dar una mano a la fronda y arrebañar algún  bichejo que dé alegría a los potajes de este tiempo.

Labradores de tierras bajas andaban un poco en vilo, pues el marrano se había empicado en la simiente y llevaban las siembras a marcha de legionario. No podía ser. No era ninguna catástrofe más allá de las que ya sufre el campo, pero se había hecho reunión junto a la lumbre y entre unos y otros abogaron por dar al medio día suelta a los perros y a las escopetas, para intentar aplacar la dañina que el monte causaba al raso y, de alguna manera, compensar su sufrimiento con algo de proteína para las mesas. Que los muchachos crecen con más espabilo sin les echas un pedazo de tocino entre pan y pan.

Cada grupo de combatientes en su acotado, cada hatajo de hombres en su atalaya, soltaron colleras con ansias de sacar una cosecha de carne al monte. Como se lleva haciendo desde que el mundo es mundo. Allá cada equipo fue tejiendo su jornada de caza.

Cuentan que la niebla levantó y dio oportunidad de dar largas a los perros. Salieron liberados de sus colleras como los suicidas a la salvación de la muerte. Los caballos, los muleros, los ojeadores, los cazadores y pisteros, todos andaban con aires de renuevo en los pechos, pues hoy es día de caza y la caza requiere reunión y estrategia, requiere ruido y paciencia. Hablo de la caza inicial, de la primera, la que hacía que se fundara la primera empresa de los tiempos: la de la supervivencia.

Los punteros levantaron reses y eran cantadas por la jauría. Pero las escopetas no descargaban alertas. El día estaba animado pero la música artificial creada por las armas no trallaba la melodía de las ladras. Los perros avanzan lejos, siguen la carrera que sale del propio terreno acotado para llevar a cabo lo presente: la caza. Todos fueron avanzando tras la llamada de la rehala. Todos desde sus posiciones. Con el lenguaje del campo unos y otros fueron tras la llamada del barullo que se diluía en las distancias, buscando la umbría impenetrable donde el cierzo no pega y en tiempo de hielos, hay mesura y tempero para vivir.

El día avanzó con algidez y brevedad. El sol de invierno cae a plomo, se despeña. Y con él la niebla ha tomado resuello y ahora cubre el entorno. Los cazadores siguen avanzando, ciegos por las ansias de caza y más ciegos por la falta de luz. Porque la niebla se traga todo su entorno, y con su velo invisible hace invisible lo que con él recubre. Los perros eran los únicos que seguían tras el rastro, tras la presa o tras la huella, pero hasta ahora ni un disparo en aquellas soledades. Se menguan los ánimos, la noche apremia, el entorno jovial de la mañana más arduo y desamparado se vuelve. Era tarde para el día y pronto para la noche, los cazadores se fueron reuniendo en una atalaya, dando vistas al barranco de la umbría donde los perros ladraban a parado, quizá lo que todo el día estuvieron acechando. Ese gran barranco orilla de un regato donde todas aquellas sierras concurrían. Había una gran algarabía. Los caballos cansados del trasiego de la jornada, los hombres también. Y aunque andaban lejos de la majada había que dar el último arreón. Queda poco para que sea de noche, pero todos juntos podremos rematar la jornada de caza que para eso aquí hemos venido.

Cuentan que en lo hondo de aquella pretura, había un viejo molino junto al río, usado por un molinero para sacar finura y harina a los que por allí le solicitaban servicio. Junto a las ruinosas paredes los perros gemían, no latían, y aullaban a lo bajo llamando a sus dueños. Allá se juntaron de improviso las tres cuadrillas de cazadores, los pisteros, los muleros y los caballos. Una pareja allá se resguardaba, pasmada de frío. Tenían presencia de venir de largo, provista de poca zamarra y con aires de cansancio. Ella encinta, a boca de parir, con los dolores y fatigas propia del asunto. Había desconsuelo en aquellos caminantes de que lejos venían. Pocas palabras hicieron falta para lo que pocas palabras usan. El carbonero arrancó un buen brazado de jaras secas que con una aulaga dio luz y cobijo a los que allí tiritando estaban. A la luz del fuego los que andaban aún perdidos arribaron a la improvisada reunión pues la caza era lo que allá los había reunido. Dos cabreros que por allí tenían el hato acudieron alertados por la impropia jarana de las soledades del entorno… y así un sinfín, hicieron corrillo, sacaron sus zurrones y juntaron meriendas. El tío Lucio apareció con la mula porque que su perro sultán había agarrado una gabarrona en la caja del arroyo un par de tramos más arriba y la traía lista para el avío. El vino entregó alegría mientras tres mujeres que también allá estaban ayudaban a la parturienta en su hazañosa intención de darle aliento propio al que en el vientre tenía.

La noche estaba en penumbra y con niebla, pero la niebla no trae aire ni agua, por eso en la umbría el frío invernal, si es marañosa, menos pega. El tumulto llama a tumulto y la sierra ese día reunió a todos los habitantes que dispersos viven. Los reunió junto a una pared vieja de un molino, siendo testigos del nacimiento de un varón. Dicen que nació sano y fuerte pues las recias sierras del entorno así lo requerían. Entre el calostro de la madre y el que le arrimaron de una joven cabrilla verata pudo amamantar al nacido. Los perros estaban tendidos junto a la reunión, dando compaña y presencia, callados y serenos pues serenidad les daba el ambiente. Allá pasaron un par de días donde pudieron dar salida de aquel entorno a la joven pareja que lejos venía y más lejos aún se dirigían.

Dicen aquellas sierras que fue una jornada más de caza, de las muchas que han pasado. Lo que no alcanzaba a contar el tío Lucio era cómo era posible que todos los presentes fueran a encontrar la era tan lejos de sus partidas. Y mira que Sultán nunca ladraba en vacío, y el resto de chuchos tampoco. Quizá el monte quiso dar la llamada de socorro a aquella pareja que, entre pastores, arrieros, piconeros y cazateros dieron salud y ayuda a aquel varón que fue nacido de la entraña misma de la sierra eterna.

M. J. “Polvorilla