TodoMonteria

Allá colgada en un rincón del perchero, inerte, junto al armero, como la armadura de un templario junto a su espada, se encontraba la gorra campera de mi abuelo. Inmóvil, solitaria, vigilante de mis armas y a la vez de mi dormir. Aquella gorra deteriorada, llena de agujeros y olor a humo provocados por las quemaduras de las pavesas de ramos de olivo de los duros días de trabajo con ellos en esa empinada sierra de Loriana o las noches enteras vigilando los hornos de carbón en un chozo. Si la gente supiese lo que aquella vieja gorra había vivido… llena de sabiduría, sufrimiento y lances que, a pesar de sus años, estaban impregnadas en sus ya débiles hilos de cuadros.

Preparaba las cosas para salir esa mañana de montería y me paré a mirarla. Aquello hizo transportarme a aquellos días en los que era niño y la caza se vivía de otra forma. Un nudo en el estómago con briznas de tristeza y melancolía me hacían transportarme a aquellos años inocentes de morralero.  Años en los que la ilusión y la imaginación me quitaban el sueño.

Esas mañanas donde poco a poco llegaban esas gentes con sus pantalones de pana, jersey de lana, calzando alguna que otra bota Segarra, fumando algún pitillo de tabaco negro, con sus pieles curtidas por las caricias de las jaras, la vida y los duros trabajos.

La helada, dueña y señora de la mañana, invitaba a los cazadores a la gran lumbre donde yo solía pegar el oído en aquellas tertulias para poder aprender de consejos o imaginarme lances que otros vivieron, mientras el café en el puchero rebosa, llegan los más rezagados. Esos que no podían venir antes por la primera ocupación de cada día que era el ganado, teniéndose que levantar ese día de madrugada para poder atenderlo. Las risas y las buenas gentes se adueñaban del lugar.

La cita de tan noble cacería, cerca de una majada vieja de ovejas donde aún se conservan las paredes formadas por piedras blancas. Al lado una nave de pienso que serviría como cobijo para hacer más tarde el cocido y en la misma lumbre del desayuno se asarían las carnes pertinentes.

Uno se encargaba de hacer la lumbre, otro de traer el vino, otro la carne, otro el pan… y siempre se llamaba a algún voluntario para el cocido, a cambio, le pagaba con una buena parte de carne de la pieza que se cazase para que se llevase a casa si había suerte.

Así se organizaban aquellos ganchitos, eran con poquitos perros, los que podían aportar cada uno que le tocase ese día entrar en las jaras. Podía venir un Seat Panda con cuatro pequeños perros cruzados y una Renault Expres o Citroen C15 con otros seis, cada uno de diferente manera y raza. Si alguna vez venía alguna recovilla de perros de algún rehalero de la zona, se pasaba la gorra donde se conseguían algunas pesetas para pan duro y pienso para los canes.

Los puestos no estaban marcados, cada zona tenía su nombre y todos las conocían. Destacaban por alguna peculiaridad del terreno que les hacían bautizar con su nombre: El Regato Hondo, El Cerro Palomero, El Acero Chico… Todas estas zonas de escape naturales para la caza.

Los sorteos no existían, en los mejores sitios se situaban las personas que no habían tenido tanta suerte la vez anterior, dejando como preferencia siempre a las personas mayores por respeto, porque si es cierto que la regla número uno, una regla que se cumplía desde siempre era el respeto a los mayores.

Piezas a abatir:  jabalíes, venados, raramente alguna cierva y obligatoriamente los zorros. El abatir una pieza o dos era toda una fiesta donde luego se repartían la caza como buenos hermanos tocando las mejores partes a las personas que la vez anterior no les tocaron igual que se hacían con los puestos. Allí todos éramos iguales.

Sacaban las escopetas a relucir en los puestos, el más pudiente algún rifle, pero en rara ocasión, dejándose las balas de unos a otros si alguien tenía menos. Mi abuelo una paralela que yo observaba cómo le metía dos balas macizas de plomo y el resto que se compró a granel en una tienda del pueblo al chaleco y empezaba la cacería.

Nuestro puesto, un cortadero de jaras en medio de dos grandes pegotes de jaras, donde se intuía la presencia de alguna pieza por las pistas dejadas en el terreno que previamente venían a controlar el pastor de la zona que informaba al ver la caza recoger en el jaral cuando estaba en plena labor con el ganado.

Los perros soltaban a lo lejos a la hora asignada mientras mi abuelo me miraba sonriente mientras alegremente, pero a la vez con la voz baja me decía: «Si escuchas un tropel, me avisas». Las primeras en verse eran las liebres, buena señal, pues la gestión del coto parecía que daba sus frutos.

Como dos fantasmas aparecen dos grandes ciervas que deciden pararse en mitad del cortadero y escuchar. Mi abuelo encara la escopeta y decide no tirarlas, escoltándolas con el punto de la paralela hasta que logran huir del lugar. Le pregunté por qué no las abatía y rápidamente me contestó: «Son las madres de los venados si las abatimos no tendremos nada para años venidero», (recordad también que, por aquellos años, la presencia de caza mayor, sobre todo de cervuno, no era tan abundante como a día de hoy).

Al momento, fugaz, un venado atraviesa el raspadero no dando tiempo a meterlo en la escopeta, pues el tiradero apenas es como un camino y había que ser muy fino o estar muy atento para poder hacer lance. No se escucharon detonaciones y entendimos que la res consiguió escapar seguro que por algún sitio donde no había puerta, pues las puertas eran amplias y con escopetas no cogías todo el cazadero como hoy en día.

Suenan los perros de continuo y detonaciones en el otro lado, parece que el pegote tenía algo de caza y, de repente, una pitorra vuela por encima de nosotros observando el quiebro que hace al descubrirnos en su vuelo, levantada, quizás, de la carrera de perros, reses o quizás las detonaciones anteriores.

Hora de quitarse, esta vez no tuvimos suerte y levantamos la postura, me cuelgo el macuto mientras nos dirigimos en busca de los demás a ver si las detonaciones habían obtenido premio. Descubrimos al llegar a la postura de uno de mis tíos un navajerete muy bonito que procedimos a montar en la parte trasera de un Renault 11, mientras nos contaba el lance con una gran sonrisa en la cara.

Ya en la junta la alegría y la fiesta estaban aseguradas y se notaba. Lo importante no era la cantidad, sino la calidad y no hablo del único navajero que habíamos cobrado, hablo de las personas que allí estaban. Personas humildes del pueblo, familia o no, allí todos éramos uno, una peña, una sociedad, una familia montera.

Era el turno de el cocido y la carne asada regada por un buen vino y pan del pueblo hecho en hornos de leña de encina. Nosotros, los niños, jugábamos entre unas ruinas de unas antiguas cochineras, nos entreteníamos con cualquier cosa, incluso veíamos y aprendíamos cómo se desollaba el animal y se partía la carne en partes iguales para todos, cada momento allí en el campo era una lección para nosotros.

Volví en mí con el vello de punta mientras sigo observando la gorra que decidí coger, ponerla en mi cabeza y salir rumbo a la montería. Darle un último día de batalla en honor a mi abuelo, en honor a aquellos humildes hombres y a aquellos momentos que me hicieron pasar, aunque sé que mi abuelo sigue conmigo cuidándome desde el cielo y sé que está orgulloso de haber querido defender como defiendo y seguido su camino.

¡Benditos días, abuelo!

Pedro Carlos Montes González